¿Quién teme a los procesos colectivos?

Apuntes críticos sobre la gestión de la violencia de género en los movimientos sociales

El discurso contra la violencia hacia las mujeres forma parte implícita y también explícita del discurso político general. La violencia machista es rechazada por el conjunto de la sociedad y todo el mundo parece reconocer que es un problema político de primer orden. Por supuesto, también los movimientos sociales recogen estos planteamientos y muestran abiertamente su propio discurso antisexista. Hasta aquí perfecto.

Os preguntaréis por qué estamos escribiendo este texto… Nosotras nos preguntamos por qué hay tantas agresiones dentro de los movimientos sociales y por qué tanta incapacidad para gestionarlas colectivamente. Nos preocupa el nivel de tolerancia que hay en los espacios políticos ante las agresiones y la naturalización/normalización de ciertas formas de violencia. Nos inquieta la incongruencia entre discurso y práctica y la falta absoluta de sensibilidad al respecto; lo que demuestra que es un tema de cuarta, si es que llega a considerarse como tema. Nos enfurece que dentro de los movimientos sociales actuemos como si nos hubiésemos creído lo de que las cuestiones que plantea el feminismo ya fueron asumidas por tod*s y por tanto, ya están superadas y son repetitivas e innecesarias. Y ello a pesar de que reivindicaciones básicas de hace más de un cuarto de siglo siguen aún en el tintero, y cuando las mujeres de todo el mundo sufrimos discriminación, abusos y control de distinto tipo que coartan la libertad de expresión, de pensamiento, la libertad sexual y de movimiento. No solo eso, en el contexto de Barcelona hay un retroceso en las prácticas colectivas y en el discurso respecto a un pasado no tan lejano, hecho sintomático de que apenas quedan grupos feministas, lo que demuestra que, una vez más, eran solo las mujeres las que se ocupaban de la violencia. Este retroceso en las prácticas colectivas no es un problema de los 4 babosos de turno, hablamos de un problema estructural y de una cuestión de responsabilidad colectiva.

Sin embargo, existe una gran resistencia a identificar lo obvio, a calificar como tal las múltiples caras de la violencia contra las mujeres, así como para detectar los casos que pueden ser incluidos bajo ese nombre; este es un magnífico mecanismo para nadar y guardar la ropa, del tipo “la violencia está muy mal, pero esto justamente no es violencia”.

La violencia estructural contra las mujeres no es un concepto abstracto propio de los libros, ni una cosa de la vida de los otros, ajeno a nuestro micromundo en los movimientos sociales. La violencia estructural no son los cuatro abusos concretos en boca de todo el mundo, ni la suma infinita de agresiones que cada una puede constatar haber sufrido. Tampoco son aquellas acciones perpetradas por monstruos que vejan y apuñalan. El iceberg no sólo es punta.

Estamos hablando de pautas generalizadas de dominación que atraviesan la experiencia de ser mujer y todas las esferas de la cotidianidad: las relaciones personales, la percepción y el uso del espacio público, el trabajo, la autoridad reconocida, la percepción de los propios derechos o la ausencia de ellos, la relación con el propio cuerpo y la sexualidad, y así un largo etcétera.

La violencia estructural es un mecanismo de control sobre las mujeres, pero no solo como forma extrema, amenaza de castigo omnipresente que necesita ser provocada o desencadenada, sino que es una forma de relación normalizada y naturalizada y que por lo tanto puede ser ejercida sin necesidad de justificación.

Pero no estamos haciendo una disertación teórica, hablemos de casos concretos. En el último año han habido, dentro de los movimientos sociales, numerosas agresiones hacia mujeres: agresiones en el seno de la pareja, violencia psicológica en la convivencia y agresiones físicas y sexuales dentro de un espacio político…, en las que en ningún caso el agresor ha recibido respuesta alguna. En otro caso reciente dentro del contexto político de Barcelona, una mujer de nuestro colectivo ha sufrido una violación en su propia casa por un habitante de la misma, que es uno entre tantos. Dicho sujeto se pasea tranquilo durante semanas, ajeno a cualquier movimiento que se pudiera estar cociendo por parte de ella, pues –angelito- ni siquiera era consciente de haber hecho nada malo… Pero se equivocaba. Ella quiso hacerlo público y plantearlo en un gran colectivo, con él presente, proponiendo su marcha inmediata. No solo porque lo ocurrido es una agresión hacia ella, sino porque es una cuestión política y colectiva de primer orden. Y este colectivo toma la decisión de que dicho sujeto ha de irse de la casa por una cuestión colectiva y política.

Nosotras valoramos positivamente una cosa, y es que hace mucho, mucho tiempo que no veíamos reaccionar así a una mujer, ni a un colectivo, teniendo en cuenta las dificultades y los obstáculos que habitual y sistemáticamente encontramos para gestionar grupalmente estas situaciones. En un inicio, nos sentimos muy satisfechas de que esta agresión no hubiera sido silenciada como tantas otras y obtuviera una respuesta. En este sentido, este caso es una excepción. Sin embargo, a partir de aquí sucedieron muchas cosas, cambios de discurso, de posiciones y decisiones. Con el paso del tiempo, lo que en un inicio fue considerado político terminó relegado al terreno de los conflictos personales. Siete meses después, se tomó la decisión de que el sujeto regresara a los espacios públicos de la casa, que funcionan como centro social. Más allá de esta cuestionable decisión, lo que nos parece grave es el proceso por el cual se llega a este resultado, en definitiva semejante a tantos otros.

Que los grupos (aunque una minoría) traten de buscar una respuesta ante los casos de violencia que se producen en su seno supone un paso hacia delante en la reflexión, la gestión colectiva y la erradicación de la violencia. Pero notamos que en líneas generales, y a causa de la falta de profundidad y sensibilidad a la que nos referíamos, las respuestas que suelen darse desde colectivos mixtos, a nuestro entender, ni se acercan a los mínimos exigibles, y a menudo sufren de algunos problemas de base que desvirtúan el proceso. Hablaremos aquí de tres de ellos que nos parecen particularmente graves:

• El primero, más recurrente y más influenciado por el trato mainstream de la materia, es el darle a los casos de violencia contra las mujeres un trato de problema privado y personal, a ser resuelto entre dos. Cuando lo que es denunciado como agresión se afronta como una cuestión personal donde intervienen emociones, o se lee como un asunto turbio donde no hay una verdad, sino dos experiencias muy distintas de una misma situación confusa, etc., entonces, perdemos la posibilidad de intervenir políticamente, que es al fin de lo que se trata cuando hablamos de violencia machista.

Hay incluso formas de trasladar el asunto a un plano personal dentro de una gestión colectiva. Por ejemplo, cuando se plantea cualquier trabajo del colectivo como hecho por y para la “víctima”, en vez de una tarea que el colectivo necesita para sí; cuando la intervención del grupo se plantea como una forma de mediación entre las “partes afectadas”; o cuando se define el problema como un asunto particular del colectivo a ser resuelto de puertas adentro, o lo que es lo mismo, la versión grupal de los trapos sucios se lavan en casa. Es decir, colectivizar no es condición suficiente para hacer política.

Cuando tomamos decisiones o posicionamientos políticos, siempre está la posibilidad de recibir críticas y entrar en discusiones. De hecho son muchos los debates que siguen abiertos dentro de los movimientos sociales en Barcelona. Pero resulta que ante las situaciones de gestión colectiva de violencia contra mujeres, se levantan murallas contra las opiniones, críticas y planteamientos externos; se intenta mantener a toda costa fuera del debate colectivo. ¿Qué es lo que sucede? ¿Por qué tanto miedo al debate? ¿No será fobia enfermiza a las feministas? ¿O es que ni siquiera le estamos dando la categoría de asunto político?

• El segundo problema de la gestión de los colectivos no feministas de casos de violencia contra las mujeres consiste en trabajar a partir del engañoso esquema víctima-agresor, propio de la crónica de sucesos. De acuerdo con éste, hay un agresor, que es el hombre malo, el monstruo, la excepción; y una víctima, la que necesita auxilio. Cuando el que tiene que ocupar el primer papel es un colega o compañero, tenemos muchos problemas para “colgarle la etiqueta”, y miedo a “demonizarlo”, porque además este esquema se plantea como un juicio integral sobre la persona. Pero, llamemos a las cosas por su nombre: agresión es lo que describe el hecho, agresor es el que la comete. Hacer esto no debería ser un obstáculo insalvable ni tampoco una opción reduccionista que niegue otras facetas que pueda tener una persona. Los eufemismos y relativismos son un atajo lingüístico para que el entorno del agresor y él mismo se sientan más cómodos con el relato de los hechos, pero por eso mismo no ayuda a cambiar ni la realidad de la convivencia ni la conciencia respecto a los hechos.

Por el miedo a llamar a las cosas por su nombre pretendemos encontrar “otras explicaciones” o incluso justificaciones, del tipo “estaba borracho/drogado”, “ella se estaba insinuando, o se lo estaba buscando”, y también a cuestionar el grado de responsabilidad del agresor sobre sus actos, y así un largo etcétera. Como consecuencia de la inoperancia del esquema, solemos perdernos en juicios pormenorizados de los sucesos, como si ahí residiera la solución. Se traslada la discusión a factores externos o a detalles morbosos de los hechos en vez de abordarlo desde la comprensión de lo estructural de la violencia contra las mujeres y la necesidad de conservar una tensión y atención constantes para no reproducirla. Si no, ¿por qué cuando el caso concreto nos toca de cerca, los principios que en otras circunstancias serían incuestionables se desvanecen?

El segundo papel dentro de este esquema se le atribuye a la mujer agredida, con lo que se la sitúa en una posición de incapacidad: todo lo que diga o haga la “víctima” será leído en clave de reacción emocional, nerviosismo, impulsividad e indefensión. Las actitudes paternalistas y proteccionistas hacia la que ocupa el rol de víctima obstaculizan su participación en plano de igualdad en el proceso colectivo.

Entonces, reconocer la estructuralidad de la violencia machista es empezar a crear las condiciones necesarias para evitarla, y en último lugar responsabilizarnos cuando sucede en nuestro entorno. Pero a menudo esto no se da porque asumir esa responsabilidad es abrirle la puerta a la posibilidad de reconocernos en los zapatos del agresor, lo que da pie a lamentables estrategias de corporativismo masculino, en el que los compañeros guardan silencio por miedo a que sus cabezas rueden junto a la del que está siendo señalado abiertamente en ese momento.

• Por último, en la práctica de la gestión colectiva de agresiones contra mujeres encontramos una jerarquización de intereses tácita, y en consecuencia una subordinación de todo lo referente a nosotras. Cuando lo que se prioriza por encima de todo es el consenso, en un grupo donde más de la mitad no tienen siquiera una reflexión propia previa y cuyo discurso pasa por simplificaciones precocinadas propias de cualquier telediario, y además estas opiniones se ponen a la misma altura que discursos fundamentados y sensibilidades desarrolladas a partir de un trabajo previo, entonces, nos dejamos arrastrar por la tiranía de lo mediocre, que conseguirá desvirtuar los argumentos y rebajar el discurso a un nivel de mínimos. Encadenar palabras grandilocuentes no significa articular un pensamiento elaborado.

Sucede que, para empezar, sólo hay una decisión política posible, y es que el agresor desaparezca de todos los espacios comunes, sin medias tintas. Pero la priorización del consenso por miedo al conflicto también implica que, ante el reto de tomar una posición política como colectivo, no habrá lugar para distintas posturas que son irreconciliables y excluyentes entre sí alrededor de esta decisión, por muy bien o mal argumentadas que estén. Intentar consensuarlas nos lleva irremediablemente a puntos muertos de estancamiento sin poder llegar siquiera a estos mínimos

El consenso aquí expuesto cumple dos funciones: mantener cierta cohesión en el grupo y dar una ilusión de legitimidad a las decisiones. Ante el riesgo de conflicto se agudizan los roles de género preestablecidos, que para las mujeres significa cumplir el papel de mediar, pacificar, comprender. Paradójicamente nos encontramos con que otras mujeres actúan priorizando la unidad del colectivo y el consenso mediocre, como si la agresión a una de nosotras no fuera en realidad problema de todas. Esto es a su vez pone de manifiesto lo arraigadas que están las formas heteronormativas en nuestro hacer: la definición de lo que es público y político se hace de acuerdo con los cánones del universal masculino, y así las mujeres asumimos discursos construidos en esa clave y puestos en el centro bajo esa lógica y dejamos de politizar cuestiones que nos afectan por no aburrir o dar la nota, perpetuando la necesidad de aprobación de la mirada masculina y las formas de relación entre sexos. Otra vez nos vendieron la moto y nos dedicamos a cooperar para que nada cambie.

En definitiva, ¿qué vamos a hacer al respecto de todo lo expuesto? Lo peor del sexismo se reproduce en los movimientos sociales, pero no estamos asumiendo las responsabilidades colectivas para hacer una gestión adecuada de la violencia de género. Como vienen diciendo las feministas desde hace décadas, es necesario hacer políticas las cuestiones que nos afectan a las mujeres, y no solo de palabra ni como coletilla. Si apostamos por los colectivos mixtos, coloquemos dichas cuestiones en el centro dándoles la importancia que tienen. Y es evidente, pues, la necesidad de espacios no mixtos y colectivos feministas, así como de recoger el trabajo y las aportaciones que estos grupos vienen haciendo.

Para finalizar, los colectivos que asumen gestionar una situación de violencia de género han de hacer público su posicionamiento y permitir el debate para que sirva de precedente y que así se produzca una acumulación de experiencias (no partir siempre de cero). De lo contrario, estamos privatizando, restando trascendencia y practicando seudo política de auto consumo.

LasAfines

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